Las olvidadas sondas para estudiar Urano y Neptuno
Hace poco celebramos los 25 años del sobrevuelo de Neptuno por parte de la sonda Voyager 2. Parece mentira, pero ya ha pasado un cuarto de siglo desde que la humanidad visitó un gigante de hielo. Una visita tan histórica como fugaz. Y lo triste es que no hay ningún plan para volver a mandar una nave espacial a estos planetas. Urano y Neptuno encierran multitud de misterios que nos permitirían aclarar no sólo la formación del Sistema Solar, sino de muchos otros sistemas estelares. Actualmente sabemos que una fracción considerable de los exoplanetas descubiertos alrededor de otras estrellas son exoneptunos. Así que no es de extrañar que una de las misiones espaciales prioritarias para la comunidad científica sea precisamente una sonda para estudiar los dos planetas más lejanos del Sistema Solar.
Antes de nada convendría aclarar por qué es tan importante el estudio de Urano y Neptuno. Más que nada, porque mucha gente pudiera pensar que ambos planetas no son otra cosa que gigantes gaseosos en miniatura. Vamos, una especie de Júpiter de pequeño tamaño, y no es así. Júpiter y Saturno están formados principalmente por hidrógeno en un 90% de su masa, aunque la denominación ‘gigante gaseoso’ es más bien errónea: la mayor parte del hidrógeno en el interior de estos planetas está en estado líquido o metálico (aunque ‘gigante líquido’ quedaría un tanto confuso). Por el contrario, Urano y Neptuno están compuestos por menos de un 20% de hidrógeno y su parte interna debe estar dominada por compuestos de elementos tales como oxígeno, carbono o nitrógeno. Como en el caso de sus hermanos mayores, el nombre ‘gigantes de hielo’ no es exactamente correcto. Urano y Neptuno tienen grandes cantidades de agua, metano y amoniaco, pero a las presiones y temperaturas del interior su comportamiento es muy distinto al que estamos acostumbrados. De hecho, la fase preferida por el hielo de agua dentro de estos planetas corresponde a un fluido supercrítico bastante exótico desde nuestro punto de vista.
En cualquier caso, es más lo que desconocemos de Urano y Neptuno que lo que sabemos. Desde su tortuosa formación -ambos planetas nacieron más cerca del Sol que donde están actualmente para luego ser empujados hacia el exterior por Saturno-, hasta su estructura interna, pasando por sus extraños satélites, todo son misterios. Por lo que sabemos, los gigantes de hielo podrían albergar diamantes gigantes en su interior o una atmósfera con chaparrones de gotas de metano del tamaño de balones de fútbol. Sólo una sonda espacial podría ayudar a despejar estas incógnitas, pero, ¿la mandamos a Urano o a Neptuno?
Buena pregunta. Los dos planetas son muy similares, pero cada uno tiene una serie de características únicas. Urano está más cerca, lo que siempre es una ayuda cuando hablamos de misiones que pueden tardar más de una década en alcanzar su objetivo. Pero Neptuno cuenta con la ventaja de poseer una luna, Tritón, que en su momento fue un planeta enano parecido a Plutón. O sea, que estudiar Neptuno nos ofrece la posibilidad de ver dos mundos fascinantes por el precio de uno (y eso sin contar con el resto de satélites del sistema, claro). Por otro lado, el interior de Urano, carente de una fuente de calor como la de Neptuno, es un auténtico rompecabezas, al igual que la anómala orientación de su eje.
Otro dilema es qué tipo de sonda usar. Lo mejor sería un orbitador, es decir, una nave que dé vueltas alrededor de Urano y Neptuno para estudiar en detalle su atmósfera, anillos y satélites. El problema que este tipo de misión es la más cara y compleja. ¿Por qué? Pues porque necesitamos combustible para frenar nuestra velocidad y ponernos en órbita de uno de estos planetas. Y, obviamente, el combustible extra se traduce en masa, y la masa adicional significa un aumento de presupuesto para la misión. Por otro lado, una misión de tipo sobrevuelo, como las Voyager, sería mucho más barata, pero su retorno científico también estaría muy limitado.
Por último, la mayor parte de científicos insisten en que la sonda lleve una o más cápsulas para el estudio de la atmósfera de Urano o Neptuno. Es tan poco lo que sabemos de los gigantes de hielo que una medida directa de su composición atmosférica se considera una prioridad absoluta, independientemente de que se corra el riesgo de obtener información ligeramente sesgada por culpa de las particularidades de la zona de descenso (que es justamente lo que pasó con la cápsula de la sonda Galileo en Júpiter). El problema es que todos estos requisitos son tremendamente exigentes. O bien usamos una sonda gigante y cara, o una pequeña y con poco valor científico. Para que entendamos lo complicado que resulta viajar a los gigantes de hielo tengamos en cuenta que usando una trayectoria de mínima energía -conocida como trayectoria de transferencia de Hohmann, usada en las misiones a Marte o Venus- tardaríamos unos 31 años en llegar a Neptuno (!). Y viajar más rápido, aún a costa de sacrificar masa útil, tampoco es la panacea, ya que entonces deberemos gastar más combustible para frenar en Urano o Neptuno.
Una solución, por supuesto, es usar sistemas de propulsión no convencionales o sobrevuelos de otros planetas para llevar a cabo maniobras de asistencia gravitatoria. Ya en 2003 varios estudios de la NASA propusieron usar una combinación de propulsión eléctrica solar (SEP) con motores iónicos o de plasma y aerocaptura para una misión a Neptuno. La propulsión eléctrica es la más eficiente disponible en la actualidad y ya ha sido usada en sondas como la Deep Space 1 o Dawn. Por su parte, la aerocaptura -esto es, colocarse en órbita alrededor de un mundo con atmósfera usando ésta para frenar la velocidad- es una técnica que nunca ha sido probada, pero resulta ideal para las misiones a los gigantes de hielo al permitir velocidades de llegada muy altas y, por tanto, bajos tiempos de vuelo.
Desde que la Voyager 2 pasó por Urano y Neptuno se han puesto encima de la mesa numerosos conceptos de misiones, aunque ninguna ha sido aprobada hasta la fecha. En 1991 se jugó brevemente con la idea de lanzar una sonda Mariner Mark II (como la Cassini y CRAF) a Neptuno, pero el entusiasmo se disipó rápidamente. Y es fácil entender por qué. Esta sonda habría despegado en 2002 mediante un Titán IV/Centaur y, tras 19 años de viaje (!!), llegaría a Neptuno en 2021 después de sobrevolar Venus, la Tierra y Júpiter (trayectoria VEEJGA). La nave llevaría una cápsula atmosférica similar a la de la Galileo. En cualquier caso, estaba claro que nadie quería esperar 19 años para que una nave llegase a su destino.
La NASA comenzó a estudiar en serio la posibilidad de regresar a los gigantes de hielo a principios de la pasada década. Y el regreso iba a ser a lo grande, con una sonda gigante de propulsión nuclear del Proyecto Prometeo. Las sondas Prometeo debían estar equipadas con un reactor nuclear de medio megavatio de potencia que alimentaría los sistemas del vehículo y varios motores eléctricos (iónicos o de plasma). Gracias al empleo de la propulsión eléctrica la duración del viaje hasta el Sistema Solar exterior se reduciría significativamente a pesar del gran tamaño de la nave. Y es que a diferencia de otras propuestas, el uso de un reactor nuclear serviría para mantener operativos los motores iónicos durante todo el transcurso de la misión y no sólo en la fase inicial.
El Proyecto Prometeo nació con el objetivo prioritario de enviar una sonda a Júpiter y sus lunas, la famosa misión JIMO (Jupiter Icy Moons Orbiter), pero con el tiempo estaba previsto que toda una flotilla de naves Prometeo explorasen los planetas exteriores. La versión de Prometeo a Neptuno, a veces denominada Prometheus-N, fue concebida entre 2003 y 2005. Debía incluir 1500 kg de carga útil, una auténtica barbaridad comparada con otras sondas ‘normales’, así como dos sondas atmosféricas que se separarían antes de la entrada en órbita de la sonda y que descenderían a través de la atmósfera de Neptuno durante unas cinco horas antes de sucumbir a las enormes presiones y temperaturas de su interior. Cada una de estas sondas tendría una masa de unos 300 kg, de los cuales 19,4 kg serían instrumentos científicos. La experiencia de la cápsula de la Galileo ayudaría a diseñar el escudo térmico de estas dos sondas, que tendría que soportar una velocidad de entrada de 30,2 km/s.
Prometheus-N debería haber despegado en 2016. Tras sobrevolar Júpiter en 2020 para recibir un empujón gravitatorio, llegaría al sistema de Neptuno en 2029, donde soltaría las dos sondas atmosféricas antes de entrar en órbita alrededor del gigante de hielo. La sonda estudiaría el sistema de Neptuno y, con suerte, entraría en órbita alrededor de Tritón en 2033 para comenzar a estudiar en detalle este fascinante mundo. El JPL jugó con la idea de incluir una pequeña sonda de aterrizaje de 500 kg capaz de aterrizar en la superficie de Tritón y perforarla con un taladro, todo un desafío teniendo en cuenta que la temperatura superficial de esta luna ronda los -238º C.
El Proyecto Prometeo fue cancelado en 2005, pero justo ese mismo año varios centros de la NASA (Ames, JPL, Johnson, Langley y Marshall) presentaron de forma conjunta otro concepto sonda a Neptuno. La sonda estaba destinada a ser uno de los vehículos espaciales más ambiciosos jamás concebidos. Al igual que las naves Prometeo, esta sonda usaría propulsión eléctrica, pero alimentada por paneles solares en el principio de la misión en vez de un reactor nuclear. La parte realmente espectacular de la misión consistía en la técnica de aerocaptura para colocarse en órbita alrededor de Neptuno sin gastar un gramo de propelente. El escudo térmico que protegería al vehículo sería un cuerpo sustentador con forma de elipsoide y estaba basado en los estudios de la NASA para situar grandes cargas en la superficie marciana. La aerocaptura permitía aumentar la masa útil de la sonda en un 40% comparado con otros proyectos que empleaban propulsión química convencional, además de reducir el tiempo de vuelo en tres o cuatro años.
La sonda, con una masa al lanzamiento de 4780 kg, debía ser lanzada en 2015 o 2017 mediante un cohete Delta IV Heavy y alcanzaría Neptuno después de doce años de viaje y tras sobrevolar Júpiter, aunque también se estudiaron otras trayectorias que incluían un sobrevuelo adicional de Venus. Llevaría cinco o seis motores eléctricos NEXT alimentados por xenón y por dos enormes paneles solares. La velocidad de entrada en la atmósfera de Neptuno sería de unos 28-30 km/s y, aunque la maniobra de aerocaptura no duraría más de diez minutos, la sonda tendría que aguantar hasta 22 g de deceleración. Al igual que Prometheus-N, debía incluir dos sondas atmosféricas capaces de soportar hasta cien bares de presión. La misión primaria duraría tres años e incluiría un mínimo de cuarenta sobrevuelos de Tritón a menos de mil kilómetros de distancia.
Una vez en el sistema de Neptuno el orbitador, con una masa de 1900 kg, desplegaría una antena de comunicaciones de alta ganancia de 4,2 metros de diámetro. Para las maniobras orbitales la nave llevaría hasta 22 pequeños propulsores con propergoles hipergólicos convencionales. Dos generadores de radioisótopos tipo MMRTG suministrarían la potencia necesaria a los sistemas durante la misión.
El objetivo de esta curiosa misión, así como de Prometheus-N, era Neptuno y no Urano debido en buena parte a que por entonces se pensaba que la actividad atmosférica de Urano era sustancialmente inferior a la de Neptuno (vamos, que Urano era un planeta ‘aburrido’). Pero justo por esa época los telescopios terrestres comenzaron a registrar evidencias de que en cuanto a actividad se refiere Urano no tenía nada que envidiar a su hermano gemelo, un descubrimiento que tendría un impacto considerable en las propuestas de misiones que aparecieron en los años posteriores.
Como contrapunto a esta ambiciosa misión, el JPL sugirió en 2002 la misión New Horizons 2 (NH2). Como su nombre indica, sería una sonda de pequeño tamaño (478 kg) idéntica a la New Horizons, pero en vez de dirigirse a Plutón sobrevolaría Urano, además de entre tres y cuatro objetos del Cinturón de Kuiper, incluyendo 1999 TC36 en 2020-2023 y 2002 UX25 en 2022-2023. 1999 TC36 era un blanco especialmente interesante por su enorme tamaño (400-500 kilómetros) y por poseer un satélite de grandes dimensiones. De esta forma, la NH2 habría estudiado tanto Urano como los objetos del Cinturón de Kuiper, otro de los objetivos de la comunidad de científicos planetarios. La sonda NH2 debería haber sido lanzada antes de 2009 para permitir la asistencia gravitatoria de Júpiter y un sobrevuelo de Urano entre 2014 y 2017, pero lamentablemente no fue aprobada. Esta misión de bajo coste (habría salido por unos 472 millones de dólares) no consiguió atraer el interés de la comunidad científica al carecer de las ventajas de un orbitador.
La siguiente misión en ser propuesta llegaría de la mano del influyente Planetary Science Decadal Survey de 2010, un trabajo conjunto entre la NASA y la comunidad científica estadounidense. Conscientes de las limitaciones presupuestarias que habían frustrado proyectos anteriores, la nueva sonda tendría un precio de 1500-1900 millones de dólares (del tipo New Frontiers o de medio coste según la clasificación de la NASA). El estudio propuso un orbitador convencional dotado de tres generadores de radioisótopos de tipo Stirling (ASRG). El objetivo de la misión sería Urano y no Neptuno al no haber disponible ningún sobrevuelo de Júpiter en las fechas de lanzamiento previstas (sin este sobrevuelo, el tiempo de vuelo para una misión a Neptuno se dispara). En cualquier caso, el estudio consideraba que Neptuno era una opción igual de interesante.
Esta sonda llevaría una cápsula atmosférica de 127 kg basada en el diseño de las sondas de pequeño tamaño de la Pioneer Venus de los años 70. La cápsula se separaría 29 días antes de la llegada a Urano y alcanzaría una profundidad de cinco bares de presión después de entrar a 22,35 km/s en la atmósfera del planeta. Su misión tendría una duración de dos horas como máximo. El orbitador de Urano debía despegar en 2020 mediante un cohete Atlas V 531, realizar un sobrevuelo de la Tierra en 2024 y llegar a Urano en 2033. La sonda haría uso de una etapa de propulsión eléctrica (SEP) con tres motores iónicos NEXT a base de xenón para reducir el tiempo de vuelo a ‘solo’ 13 años. Durante la misión primaria se realizarían un mínimo de diez sobrevuelos de los cinco satélites principales de Urano (Miranda, Ariel, Umbriel, Oberón y Titania).
El orbitador de Urano del Decadal Survey es probablemente el concepto de misión más influyente de los últimos años, pero no ha sido el último, ni mucho menos. Hace unos años se propuso el proyecto ODINUS (Origins, Dynamics and Interiors of Neptunian and Uranian Systems) para la misión L2 o L3 de gran presupuesto de la agencia espacial europea (ESA). ODINUS no logró ser seleccionada -en su lugar fueron elegidos los observatorios Athena+ y eLISA-, pero quedó en un honroso tercer puesto. ODINUS habría consistido en dos sondas gemelas, una a Urano (bautizada como Freyr) y otra a Neptuno (Freyja), dentro del marco de la misión Odín (de ahí el nombre de las sondas). El tiempo de vuelo habría sido de entre 13 y 15 años para cada nave. Las sondas hubieran tenido una masa de entre 500 y 600 kg (sin propergoles) al lanzamiento y habrían hecho uso de una combinación de propulsión eléctrica y química, aunque su diseño no llegó a definirse.
Otra misión parecida fue Uranus Pathfinder, una propuesta de 2010 de sonda de medio coste para la misión M3 de la ESA. Uranus Pathfinder habría despegado en 2021 mediante un cohete Soyuz desde Kourou, lo que le hubiese permitido llegar a Urano en 2037. Para ahorrar costes no usaría propulsión SEP, sólo química, y para compensar la trayectoria incluiría dos sobrevuelos de la Tierra, uno de Venus y otro de Saturno (trayectoria VEESGA). El diseño de Uranus Pathfinder habría estado basado en el de la Mars Express o Rosetta en otro intento de reducir el presupuesto total de la misión. Tanto ODINUS como Uranus Pathfinder habrían requerido el desarrollo de generadores de radioisótopos europeos a base de americio-241 en vez de plutonio-238, un programa que la ESA lleva décadas intentando sacar adelante sin demasiado éxito.
Más recientemente se han propuesto misiones exóticas, como usar velas eléctricas para alcanzar Urano en cinco años, aunque por ahora son sólo eso, simples ideas. En cualquier caso, está claro que los tiempos de vuelo tan prolongados de estas misiones son una desventaja considerable, así que bienvenida sea cualquier iniciativa para disminuir la duración del viaje hasta los gigantes de hielo. En los últimos años se ha sugerido emplear el cohete SLS de la NASA para alguna misión de este tipo, lo que permitiría el uso de una trayectoria directa. Lamentablemente, el enorme coste de este lanzador y su incierto futuro son otras desventajas a tener en cuenta.
Y así llegamos a la actualidad. Como decíamos, la Voyager 2 pasó por Neptuno hace 25 años y visto lo visto mucho me temo que tendremos que esperar mucho más para volver a contemplar una misión de este tipo. Está claro que la exploración del Sistema Solar no es para impacientes.
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